El parque infantil

Hay un viejo parque infantil en mitad del bosque. Paso cerca de él cada día, cuando recorro el sendero que ataja hasta el instituto.
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Hay un viejo parque infantil en mitad del bosque. Paso cerca de él cada día, cuando recorro el sendero que ataja hasta el instituto. Tiempo atrás, en época de mis padres, el camino estaba más despejado, mejor cuidado, pero cuando el pueblo siguió creciendo y la mayoría de la gente empezó a ir en coche a todas partes, quedó prácticamente abandonado.

Aun así, muchos otros chicos lo usan para ir a clase, sobre todo en primavera, cuando hace mejor clima. Pero a mí me gusta ese camino, especialmente en otoño, pues es mucho menos frecuentado y resulta mucho más relajante. Disfruto con el suave crujido de la hojarasca bajo mis deportivas, con el sudario pardo y dorado que lo cubre todo con una atmósfera de sempiterna quietud, solo rota por la danza de la fronda en su caída.

Pero todos procuran evitar el sendero cuando oscurece. Este ha sido siempre un pueblo tranquilo pero, a la caída del crepúsculo, la paz se torna lóbrega y la quietud se recrudece. Fue a esas horas cuando lo vi por primera vez.

Volvía tarde porque me había quedado después de clase a ayudar a la profesora del taller de dibujo a guardar los materiales. La mayoría de los chicos del instituto aceptaríamos perder todo un fin de semana por pasar más tiempo con la señorita Ana, recién licenciada en bellas artes. Al terminar, le dije que mi madre vendría a recogerme. Mentí. Todavía hoy no entiendo por qué, ¿acaso no era ese el objetivo?, cualquier otro hubiese alardeado de ir en coche con ella durante semanas. Pero me acobardé. Agradecí su oferta de llevarme hasta casa y me quedé unos minutos a la entrada del centro, viéndola marcharse. Después me dirigí al camino del bosque.

Caminaba deprisa ya que, aunque todavía las lanzas doradas hendían el sendero por entre el ramaje, no quedaba mucho tiempo para quedarme a oscuras en mitad de aquel lugar desértico. Entonces, al llegar a la altura del viejo parque, advertí un movimiento furtivo entre los columpios. Había un hombre sentado en uno de ellos, balanceándose parsimoniosamente. Vestía un pesado abrigo gris muy desgastado. Tenía un aspecto bastante desaliñado, con un rostro recio y agostado oculto bajo una espesa barba descuidada y unas pobladas cejas cenicientas. El hombre tardó un poco en reparar en mi presencia. Se quedó allí, mirándome con fríos ojos oscuros, profundos como la boca de un túnel. Había algo en ellos que me produjo escalofríos. Sin mediar palabra, apreté el paso y me alejé de allí. El hombre no hizo ademán de perseguirme. Cuando me volví, el camino estaba vacío.

No utilicé otra vez el sendero en toda la semana. Mi orgullo me impedía reconocerlo pero aquél hombre me había dado miedo. No fue hasta el jueves siguiente, tras el taller de dibujo, que volví a usar el camino. Para entonces, el recuerdo de aquel hombre ya había comenzado a emborronarse en mi memoria y la gloriosa visión de la señorita Ana logró desterrar los sombríos pensamientos de mi mente. Aquella tarde, al salir después de quedarme con ella a ayudarla, me dijo que no podía llevarme a casa porque su coche estaba en el taller, pero insistió en acompañarme ya que los días se hacían más cortos y cada vez anochecía más pronto. Me hizo tan feliz.

Ya que era relativamente nueva en el pueblo, le informé sobre el atajo del bosque, con el que llegaríamos a la zona residencial en menos de veinte minutos. Por el camino, luché conmigo mismo para no quedarme mirándola embobado, por lo que distraje mi vista con el paisaje más de lo acostumbrado mientras hablábamos de series de animación.

Las sombras eran ya largas y densas cuando llegamos a la altura del viejo parque infantil. La señorita Ana me advirtió en contra de frecuentar ese camino en horas de penumbra y sacó su teléfono móvil para iluminar el sendero. Cuando la diminuta luz blanca barrió el tapiz de hojas, me pareció adivinar una presencia furtiva en los límites de mi visión. Rápidamente volví mi cabeza hacia los columpios y balancines herrumbrosos, pero allí no había nadie. La señorita Ana me preguntó si me encontraba bien, pues le pareció que estaba un poco pálido. Yo, queriendo mostrarme valeroso a sus ojos, negué con una risa nerviosa y proseguí el camino a su lado. Juraría haber visto el rostro macilento de un niño asomándose al hueco del tobogán de tubo.

Al día siguiente les conté la historia a mis amigos en el patio. Sorprendentemente, les costaba más creer que había tenido la potra de acompañar hasta casa a la guapísima profesora de dibujo que el hecho de haber visto el fantasma de un niño. Aquello dio pie a muchas bromas y burlas sobre mi cuelgue por la joven profesora, pero también a algunos relatos espeluznantes sobre desapariciones y muertes de gente en el bosque. Aproveché para hablar también del extraño hombre de gris, pues aquella última experiencia había refrescado su presencia en mi memoria. Fue Hugo quien nos dijo que años atrás, según su padre, un loco se había dedicado a acechar en el viejo parque para raptar a los niños.

Aquello condujo a planear una visita al parque abandonado de noche, a hurtadillas. En un principio me opuse, tachando la idea de estupidez, pero los demás insistieron para convencerme, amenazando incluso con hacerme quedar como un cobarde frente al resto de la clase y frente a la señorita Ana. ¡Eso nunca!

Así, el sábado por la noche, todos nos las ingeniamos para acudir allí a la hora acordada mediante burdas escusas y mentiras a nuestros padres. Recorrimos el camino equipados con linternas y nos encaminamos hacia el parque abandonado. El aire soplaba frío aquella noche. El agradable crujido de la hojarasca se me antojaba ahora exageradamente ruidoso en el sepulcral silencio nocturno y la caída otoñal me hacía zarandear el haz de luz a un lado y a otro, nervioso, creyendo ver movimientos inexistentes de figuras extrañas.

Ricardo, el más temerario del grupo, corrió hacia los balancines y se encaramó sobre uno de ellos, haciendo chirriar su oxidado muelle. Aquel ruido me hizo estremecer hasta los huesos. Poco a poco, las risas de mis amigos fueron llenando el parque a medida que estos perdían el miedo y corrían a montarse en los columpios o a deslizarse por el tobogán. Yo me quedé al margen, registrando un poco los alrededores. Había una pared de roca y tierra que se levantaba tras el parque. De ella brotaban las raíces de un enorme árbol que se erguía sobre el pequeño saliente, como brazos retorcidos que se extendían en busca de su presa. El círculo de luz de mi linterna recorrió aquella superficie irregular hasta que las sombras comenzaron a ganarle la partida. Golpeé molesto la linterna, que parecía estar quedándose sin pilas.

La luz se manifestaba intermitentemente, revelando un bulto que pareció crecer y acercarse de forma entrecortada. Yo no me percaté de ello hasta que casi lo tuve encima. Fue Daniel quien dio la voz de alarma. Los demás enfocaron sus linternas hacia donde yo me encontraba a tiempo de cegar al hombre del abrigo gris. Este gruñó con una voz áspera, cubriéndose el rostro. Nosotros gritamos, aterrados, y salimos corriendo tan rápido como fuimos capaces. Yo sentía mi corazón botar en el pecho, como si se hubiese soltado y rebotase contra las paredes de mi costillar. No nos detuvimos hasta llegar a la calle iluminada por las farolas, más allá del lindero del bosque.

Nos separamos sin apenas decir nada, lívidos. Aquella noche no puede pegar ojo. Me era imposible no darme cuenta de que había estado a punto de ser atrapado por aquel lunático. A la mañana siguiente, ninguno quiso hablar de lo sucedido. No volvimos a frecuentar el sendero del bosque durante una larga temporada. El otoño dio paso al invierno y el hielo reemplazó a la hojarasca. Por aquel entonces, los exámenes comenzaron a ocupar nuestros pensamientos, sustituyendo a los temores más sobrenaturales.

Pero mi siguiente encuentro escalofriante tuvo lugar una fría tarde de finales de semana, cuando regresaba a casa por el atajo con dos de mis amigos. Ellos no se dieron cuenta pero, cuando pasábamos junto al parque, pude ver perfectamente la silueta de un niño junto al gran árbol retorcido que crecía sobre la pared escarpada. Estaba de espaldas, vestía un uniforme de alguna escuela que no supe reconocer, y estaba descalzo.

Al principio pensé que sería un crío que se había extraviado y tuve la intención de llamarlo a viva voz, pero algo me hizo ahogar el aliento en el último instante. Había algo diferente en él. Tardé un poco en darme cuenta de que sus pies estaban a la vista pese a la diferencia de altura del terreno. Estos se encontraban justo al lado de la pared, en lo alto, sin apoyarse sobre ninguna rama o saliente. En ese momento el niño se giró hacia mí. Podía ver el interior reseco y oscuro de su cráneo a través de las cuencas vacías de sus ojos. Lentamente abrió la boca en un grito mudo. Yo grite al mismo tiempo, cayendo hacia atrás sobre mis amigos.

Estos se quejaron, preguntándome cuál era mi problema, pero cuando señalé a lo alto, ya no había nadie. Se rieron de mí. Dijeron que había perdido la olla después del encuentro con el vagabundo. Sabía que a ellos también les inquietaba el mero recuerdo de aquella lúgubre noche, pero no tenía ánimo de replicar. Recordaba haber visto al niño tiempo atrás, en el interior del tobogán. Esa noche tampoco pude dormir.

Mi último encuentro tuvo lugar casi un año después, cuando el invierno trajo de vuelta consigo el gélido viento. Una vez más me había quedado hasta muy tarde en el instituto, esta vez castigado a causa de una pelea. Los días en que la señorita Ana avivaba mi espíritu juvenil habían quedado atrás, pues su contrato en el instituto había terminado el verano pasado. Por aquel entonces casi habíamos olvidado lo ocurrido en el viejo parque infantil, achacándolo a nuestra neurótica imaginación y a la presencia de un pobre pordiosero que buscaba cobijo bajo la destartalada torre del tobogán. Como no quería llegar tarde, me aventuré por el sendero cuando las sombras ya cubrían con su manto macabro el enramado y el frío acuchillaba carne y hueso.

Allí lo vi, encogido en el suelo más allá de los columpios. A lo lejos podría haberse confundido con una roca enorme o con un saco de tela gris. Yo supe qué era de inmediato. Tardé un poco en decidirme a avanzar. Mi voz interior gritaba que saliese corriendo de allí, que volviese a casa cuanto antes, pero algo me instaba a acercarme. Lo primero que advertí al asomarme junto a él fue la espesa barba blanca, alborotada. Su piel rugosa había adquirido una tenue tonalidad azulada, sobre todo en sus labios. Debía haber pasado allí varios días sin que nadie lo encontrase. Ni siquiera el viejo abrigo gris pudo protegerlo de la inhóspita noche. A su lado había algo en el suelo, una marca que jamás había visto en ninguna de mis visitas anteriores. Bajo las raíces retorcidas del árbol, grabado en la pared de roca, podía leerse una sencilla inscripción:

«Arturo. 1981-1992»

El hombre sostenía en su mano agarrotada un pequeño juguete de plástico. Una especie de caballero medieval con lanza y escudo. De repente, los pelos de la nuca se me erizaron y un escalofrío recorrió mi espalda. Me di media vuelta y, al otro lado del camino, entre los árboles, distinguí la silueta de dos personas; Un niño y un hombre mayor me contemplaban en silencio, cogidos de la mano. Me miraban con ojos cansados, apagados, mas no había maldad en sus facciones. Titubeé un instante, asustado, pero al final reuní el valor suficiente para sacar la linterna de mi mochila y blandir su haz de luz hacia la espesura. Allí no había nadie. Aquella noche abandoné el bosque sabiendo que dos espíritus se habían reencontrado después de mucho tiempo.

El contenido de esta entrada se encuentra bajo una licencia CC BY-NC, por lo que no se permite su uso comercial sin permiso de su autor.

De apasionado de los dinosauros, pasando por docente del mundo natural, a narrador de lo sobrenatural. Ahora embarcado en una gran aventura que alcanza más allá de las fronteras de lo conocido con la saga de El Arca de la Existencia.

Créditos de las imágenes
  • El parque infantil | Awenyr Luna | CC BY 4.0 | Incluye imágenes de Canva Pro

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2 comentarios en «El parque infantil»

  1. Iba a dar un paseo por el parque, ya estoy cansado de estar sentado delante del ordenador, pero el sol a estas horas ha caído y hace un frío gélido. Va otro día..

    Enhorabuena por el relato.

    Responder

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