Duerme mi cielo, duerme mi amor,
sueña tranquilo pues aquí estoy yo.
Respira con calma, no hay temor,
aquí estoy velando por tu sueño, corazón.
Corre alegre por la senda de marfil,
salta y disfruta pues la felicidad reside allí,
pero no te fíes del señor colibrí,
quien con sus ardides te quiere para sí.
Ahora duerme mi cielo, duerme mi amor,
sueña tranquilo pues aquí estoy yo.
No hay de qué asustarse, no hay temor,
pues aquí estoy velando por tu sueño, corazón
La mujer besó con delicadeza la frente de su pequeño. Respiraba pausadamente, envuelto en las mantas de su cuna. Ella se enderezó con una conmovida sonrisa en el rostro. Tan frágil, tan vulnerable. Aquella personita era todo su mundo ahora. Se apartó de él con cuidado de no hacer ningún ruido. Antes de salir por la puerta se giró hacia la cuna una vez más. Era tan hermoso cuando dormía… Con suavidad cerró la puerta de la habitación.
El pequeño abrió los ojos oscuros. Miró hacia un lado, buscando a su madre, pero allí tan solo había penumbra. Sin embargo no tenía miedo, se sentía a salvo tras los barrotes de la cuna, el sitio donde su madre lo dejaba siempre cuando el sueño lo reclamaba. Lentamente, una fina línea de luz se dibujó en la sombra, ensanchándose hasta formar una grieta resplandeciente en la negrura. El niño se levantó sobre el colchón, agarrándose a los barrotes. La puerta se entreabría más y más, dejando entrar al señor sol en su habitación. ¿Acaso mamá volvía con él?
Tras esperar un poco nadie entró en la habitación. No se oía nada al otro lado. El chiquillo se encaramó al respaldo de la cuna, tratando de salir. Era difícil, pues sus bracitos apenas tenían la fuerza necesaria para levantar su cuerpecillo regordete. Finalmente, logró pasar al otro lado, yendo a parar con el culo sobre el frío suelo. El crío rompió en sollozos, dolorido, más no acudió nadie a su llamada. No estaba seguro pero, de alguna forma, sabía que mamá no vendría. Por fortuna el pañal había amortiguado parte de la caída.
Lentamente el llanto remitió y, poco después, se puso en pie como si nada hubiese pasado. Mamá le había estado enseñando a caminar, aunque todavía no lo dominaba del todo bien. Al empujar la puerta hacia delante descubrió un lugar que no se parecía nada a su casa. No estaba el salón con el sofá donde su madre solía tumbarse a descansar, ni el pequeño televisor, ni tampoco la ventana que daba a la plaza donde ella solía sacarlo a pasear. En su lugar había un inmenso campo que se extendía hasta el horizonte. Verdes praderas sesgadas por un camino de piedra blanquecina con todo tipo de flores, árboles y arbustos que crecían a ambos lados. Un riachuelo dividía en dos el paisaje y, sobre este, un pequeño puente de roca unía sus dos extremos.
El chiquillo contempló la escena con muda fascinación antes de adentrarse en el sendero de piedra. Se acercó a una gran flor amarilla y se la quedó mirando. La flor comenzó a girarse hacia él lentamente, como si le devolviera la mirada. El niño acercó la mano para tocarla y la flor se agitó, liberando una nube de polen dorado. El chiquillo cayó sentado, estornudando a su vez por el picor que le provocaba aquel polvo amarillo en la nariz. Prosiguió su camino hacia el riachuelo. Las aguas corrían con su murmullo cantarín y la luz del sol se reflejaba sobre su superficie haciéndola estallar en una miríada de pequeños diamantes.
Siguió gateando bajo la sombra de un gran árbol y más allá de los setos llenos de frutos rojos hasta llegar al puente de piedra con forma de arco. Mientras cruzaba, una sombra se extendió sobre él, privándolo de la suave calidez del sol.
—¡Hola, chavalín!–saludó cantarín el personaje.
El pequeño levantó la cabeza, mirando con aquellos enormes ojos oscuros. Junto a él, tumbado sobre uno de los murillos de roca que flanqueaban el puente, había una especie de payaso con un traje que mezclaba el negro el blanco y el rojo. Su cara era totalmente blanca, salvo por una marca negra en forma de estrella que le rodeaba el ojo derecho, y sobre la cabeza llevaba un gorro de tres puntas de las que pendían pequeñas máscaras con distintas expresiones. Este le sonreía con unos labios negros y delgados.
Su cara era totalmente blanca, salvo por una marca negra en forma de estrella que le rodeaba el ojo derecho
—Me llaman Colibrí, el arlequín –se presentó haciendo una floritura con una mano enguantada en negro—. Hay quien dice que estoy hecho un buen pájaro…
El payaso estalló en carcajadas ante su propio comentario. El pequeño lo miró sin decir palabra, llevándose una mano a la boca.
—¿Ningún comentario? –preguntó el payaso con una ceja levantada—. ¿Qué edad tienes?, ¿dos, tres años?
El niño observó en silencio al curioso personaje, sentándose en el suelo para no tener que alzar tanto la mirada. El payaso levantó la cabeza, que descansaba sobre una mano y se enderezó, quedando sentado con las piernas cruzadas sobre el murillo.
—¿No eres muy hablador, verdad?
De súbito, un trueno resonó sobre sus cabezas y, lentamente, el cielo comenzó a oscurecerse. El manto azul que hasta hacía un momento se encontraba totalmente despejado se llenó de enormes nubarrones grises en apenas unos segundos y, en la distancia, fugaces rayos serpentearon hasta las colinas.
—¡Uy!, se avecina una tormenta, chaval… –comentó el payaso alzando su cabeza hacia el cielo, lo que provocó que los tres cuernecillos de su gorro cayesen hacia atrás en cascada.
Este bajó de nuevo la mirada hacia el crío, exhibiendo una amplia sonrisa que no se reflejaba en sus fríos ojos.
—Ven conmigo…
El niño miró hacia el camino por el que había llegado, buscando la puerta de su habitación, pero ya no estaba. Tan solo una vasta llanura en todas direcciones. Los ojos del payaso destellaron mientras tomaba en brazos al chiquillo. Lo levantó en el aire, sin dejar de mostrar los dientes, y comenzó a caminar por el camino de piedra hacia el horizonte tarareando animadamente una tétrica melodía.
La mujer se desperezó en el sofá, suspirando. Había sido una siesta larga y reconfortante. Una solo podía hacerse una ligera idea de lo agotadora que podía ser la maternidad hasta que la vivía. Se enderezó en el sofá, frotándose la cabeza y miró la mortecina luz anaranjada que le llegaba desde la ventana. De un salto se puso en pie, ¡había dormido hasta el anochecer! Rauda se abalanzó sobre la puerta del dormitorio del pequeño Daniel. Petrificada, contempló la cuna vacía. Dentro tan solo estaban las sábanas y la colcha, arrugadas. No había el menor rastro de su hijo. Con creciente desesperación buscó por todo el cuarto, tras los muebles y las cortinas… nada. Se lanzó hacia la ventana y subió la persiana de un tirón. Bañada por la escasa luz crepuscular la
habitación se mostró tal y como estaba, vacía.
—¡Daniel! –llamó nerviosa— ¡Mi vida!, ¿Dónde estás?, ¡ven con mamá!
No hubo respuesta. Histérica, recorrió la casa en busca de su niño, sin éxito. De vuelta en el salón, desde donde podía ver la habitación de su pequeño, advirtió una extraña sombra en el suelo, proyectada por la luz cada vez más débil que entraba por la ventana. Una sombra con tres cuernos en la cabeza. Abrió los ojos desmesuradamente, lanzándose hacia el cuarto con la idea de un secuestro ardiendo en su mente, pero allí dentro todo seguía igual. De la sombra no había el menor rastro. La mujer aspiró hondo, debía calmarse. Estaba sola en el apartamento y la puerta principal estaba cerrada con llave. Solo para asegurarse regresó por el pasillo hasta el recibidor y aferró con rudeza el picaporte. Efectivamente las llaves estaban puestas en la cerradura y no había señal de que la hubieran forzado. La sola idea resultaba ridícula.
—¡Daniel!, ¡responde a mama!, ¡Daniel!
La mujer se quedó en la entrada, aferrada al pomo de la puerta durante unos minutos sin saber qué hacer. Entonces, cruzó el pasillo a grandes zancadas y cogió el teléfono sujeto a la pared. Pulsó los botones con un pulgar nervioso y torpe.
—¿Diga? –respondió la voz aguda de su amiga.
—¡Alicia!, ¡he perdido al niño!
—¿Inés?, ¿de qué hablas?
—¡Daniel no está!
—Inés, cálmate, ¿cómo que no está?
—¡Daniel se ha ido! ¡La cuna está vacía y no lo encuentro en ninguna parte! –dijo histérica la mujer— ¡Ay, dios!, ¿y si se ha escapado o…?
—Inés, Inés, tranquila… ¿Dejaste la puerta cerrada?
—Sí…
—Daniel es demasiado pequeño para abrirla él solo.
—Pero… pero él no…
—Ahora mismo voy para allá, tú quédate en casa.
Alicia colgó el teléfono, dejándola a solas con el tono de la señal. Inés regresó a la habitación de su hijo. La ventana estaba cerrada, tal y como la dejó, y la cuna tan vacía como antes. No entendía qué estaba pasando, ella misma había cerrado la puerta antes de dormirse, así que no podía haber salido de la habitación. Encendió la luz, pues ya estaba anocheciendo, y un grito se ahogó en su garganta. Inclinado sobre la cuna de Daniel había un chico alto y delgado vestido con una especie de disfraz de payaso y un sombrero de tres puntas. De cada una de ellas colgaba una pequeña mascara con una expresión de agonía labrada en ella. Sus manos enguantadas de distinto color se apoyaban en la cuna y en su rostro, blanco como el de un cadáver, exhibía una amplia sonrisa de labios negros.
La mujer despertó bañada en sudor. La boca reseca clamaba por un vaso de agua helada y una sensación de que algo no iba bien atenazaba su pecho. De repente recordó su pesadilla. Se precipitó hacia la habitación de su hijo y de un empujón abrió la puerta. Dentro, iluminado por el sol de la tarde, su hijo dormitaba apaciblemente en su cunita. Inés se cubrió la boca con una mano al tiempo que las lágrimas afloraban en sus ojos. Cerró la puerta con cuidado de no despertarlo y se derrumbó en el suelo. Allí permaneció llorando en silencio durante un buen rato. Todo había sido un mal sueño, una pesadilla. Ningún payaso siniestro acechaba la cuna de su niño. Una vez se hubo calmado se levantó y apagó el televisor, aún encendido. Fuera, el sol brillaba con fuerza en un cielo despejado y el reloj que descansaba sobre la mesita junto al sofá marcaba las cinco menos cuarto. Aún faltaba una hora antes de que Daniel se despertase y necesitaba tomar un poco de aire fresco. Cogió el teléfono y esperó a
escuchar la voz de su amiga al otro lado de la línea.
—Alicia, soy yo. Necesito un café…
Una mujer adentrada ya en la treintena y con una larga melena teñida esperaba sentada en la terraza de la cafetería. La otra, de edad similar, con el pelo castaño oscuro corto se sentó frente a ella. Ambas intercambiaron una sonrisa. En el escaparate podía
leerse el rótulo Café colibrí.
—¿Cómo te encuentras, Inés? –preguntó la rubia con tono delicado.
—He tenido un sueño espantoso sobre Daniel. Ha sido tan… vívido.
Alicia torció la boca en un gesto apesadumbrado.
—¿Continúan las pesadillas?
Inés miró extrañada a su amiga.
—Bueno, es la primera, que yo recuerde… He dejado a Daniel con la señora Mercedes, la vecina del segundo. No es la primera vez que lo cuida y de veras necesitaba respirar aire fresco.
—¿Cómo? –preguntó su amiga dedicándole una extraña mirada.
—¿Qué te pasa, Alicia?, me estás poniendo nerviosa…
—Inés, cariño, tienes que superarlo…
—¿Superar el qué?, Alicia, deja de hablarme así.
La mujer se inclinó sobre la mesa, tomándola de la mano.
—Inés… hace ya más de un mes que Daniel se fue. Tienes que hacerte a la idea, seguir adelante…
—Alicia, ¿qué…? ¿Qué quieres decir con eso?! –preguntó Inés, inquieta. Sin saber el motivo, una intensa sensación de agobio había comenzado a apoderarse de ella.
—Ustedes disculpen… –intervino la voz del camarero— ¿Van a tomar algo?
Inés casi saltó de la silla al levantar la mirada. Les atendía un joven alto y delgado de ojos verdes y cabello corto oscuro. El mismo al que había visto con atuendo de arlequín dentro de la habitación de su hijo, en aquella extraña pesadilla.
—¡No!, ¡fuera!, ¡dejadme en paz!
—¡Inés! –llamó Alicia levantándose de la mesa, pero ya era tarde. La mujer corría calle abajo en dirección a su casa. En su frenética carrera chocó contra un hombre que hacía cola para entrar a un autobús en cuyo flanco podía leerse en grandes letras azules.
—¡Tenga cuidado! –bramó el individuo.
—A ver, suban con calma… –pidió el conductor amablemente.
La mirada de Inés se cruzó con los ojos verdes del muchacho que se sentaba en el puesto del conductor ataviado con el traje azul. Era él.
—¡No! –chilló la mujer, desquiciada, antes de apartar de un empujón al hombre con el que había chocado y continuar corriendo.
No dejó de correr hasta llegar a la puerta de su casa, sintiendo el goteo helado del sudor por la espalda. Cuando por fin llegó de vuelta a la habitación de su hijo, el mundo se le vino encima. La cuna, hecha y con las mantas bien lisas y ordenadas, estaba vacía. Tampoco había rastro de su vecina. Tenía la boca seca, su mente era una vorágine tormentosa y le faltaba el aliento tanto por la carrera como por la desesperación. A su espalda el zumbido eléctrico del televisor al encenderse la obligó a girarse. En la pantalla, la nieve de la estática parpadeaba con un millar de puntos blancos y negros. De la esquina inferior derecha de la pantalla, emergió un rostro cadavérico de tres cuernos. Pronto, la cara blanca y negra del payaso se asomó a su televisor con una amplia sonrisa.
—¡Hoooooolaaaa!, señora Heredia –saludó divertido— Esperaba que volviese a casa… Inés no alcanzaba a articular palabra. Aquel rostro la tenía atrapada en la desesperación y el pánico. Era el mismo que había visto en el autobús y en la cafetería, aunque sin el maquillaje blanco ni la estrella negra del ojo izquierdo.
—Su hijo la echa de menos, señora Heredia, quiere que venga a buscarlo.
El payaso retrocedió, dando un par de palmadas con sus manos enguantadas.
—Cámara tres, ¿podemos pasar a la cámara tres, por favor?
La nieve de la estática se disipó, dejando en la televisión un inmenso plató a oscuras iluminado por el círculo de luz de un único foco. Allí en medio, con expresión aturdida, se encontraba Daniel.
—Vamos, Dani, dile algo a mamá… –dijo la voz del payaso tras las cámaras.
El pequeño extendió sus pequeñas manitas hacia la pantalla, como si quisiera abrazarla.
—… ma—mi… –dijo con su vocecita infantil. La primera vez que lo escuchaba hablar…
—¡Daniel! –gritó la mujer, desesperada, corriendo hacia el televisor y apoyando las manos sobre la pantalla. La estática volvió a inundar la pantalla y, con ella, regresó la figura del payaso.
—Si lo quieres… –dijo con voz siseante— Ya sabes lo que tienes que hacer.
Inés se despertó en el suelo de su dormitorio, chillando de terror y dolor. Miró a su alrededor, conmocionada. Debía de haber caído de la cama mientras dormía. La pálida luz de las farolas entraba por la ventana, dándole un aspecto tétrico al dormitorio. Se secó las lágrimas que empañaban sus ojos y se puso en pie. Caminó una vez más hacia el cuarto de su hijo y encendió la luz. Vacía. No había absolutamente nada, ni muebles, ni la alfombra… ni cuna. Inés exhaló un suspiro ahogado sintiendo las lágrimas aflorar de nuevo en sus ojos y derramarse por sus mejillas. Apagó la luz y caminó con pesadez hacia el cuarto de baño. Sabía lo que debía hacer…
La mujer atravesó el umbral. Durante un instante, un fogonazo de luz blanca la deslumbro, obligándola a llevarse una mano a los ojos. Cuando por fin se desvaneció, pudo ver el camino de piedra blanquecina que se extendía en medio de una vasta pradera. No muy lejos, en medio de un puentecito de piedra que sorteaba el riachuelo
de aguas cristalinas, había una figura esperándola. Inés se dirigió hacia allí.
—¿Era necesario? –preguntó con un cierto aire de tristeza el arlequín.
—No puedo vivir sin mi pequeño… –respondió ella.
Él sonrió con pesar, haciéndose a un lado. A sus pies el pequeño Daniel la miraba con una mano metida en la boca, la otra sujeta a la del chico. Inés sonrió, su rostro inundado en lágrimas. Estaba tal y como lo recordaba, con su camisita a rayas azules y amarillas y su mono rojo con tirantes.
—Ma—mi… –la llamó el pequeño, desprendiéndose de la mano del muchacho y dirigiéndose hacia ella.
La mujer lo tomó en brazos y lo abrazó con fuerza, gimiendo y llorando. Al fin tenía a su pequeño. El chico, ya desprovisto de su disfraz, comenzó a caminar con las manos entrelazadas a la espalda, siguiendo el camino de las losas blanquecinas. La mujer y el niño permanecieron sobre el puente un rato más, abrazados. Después siguieron el camino, ahora desierto, que se extendía hacia el horizonte.
En el cuarto de baño la mujer yacía tumbada dentro de la bañera llena de agua. Parte de ella se había derramado fuera, arrastrando por el suelo el botecito de plástico y una única píldora que flotaba sobre las baldosas. Sobre el lavamanos una pequeña radio susurraba la triste melodía de Simon and Garfunkel, llenando la estancia con el sonido del silencio. En el rostro pálido y sin vida de la mujer, con los ojos cerrados y los labios amoratados, afloraba una sonrisa calmada y llena de felicidad.
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Créditos de las imágenes
- Canción de cuna | Awenyr Luna | CC BY 4.0 | Incluye imágenes de Canva Pro
2 comentarios en «Canción de cuna»
¡Odio los payasos! Ay, menudo canguelo de historia. ¡Me ha encantado y aterrorizado a partes iguales! 👏🏼
¡Gracias, Eva!
Me alegro de que te haya gustado. 😉