Programa de medianoche

Nuestro protagonista asiste cada noche a la misteriosa emisión de un programa de medianoche que, día tras día, se hace más inquietante...
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El goteo incesante del grifo en el fregadero marcaba el discurrir de los segundos, perdiéndose irremisiblemente en la hedionda oscuridad de las cañerías. El papel de las paredes supuraba con la humedad calurosa de finales de julio, mostrando aquí y allá lamparones de moho negruzco. La luz anaranjada del ocaso se filtraba furtiva a través de la persiana laminada, tatuando los muros con un juego de luces y sombras que enfatizaban la atmósfera opresiva del apartamento. Pero él hacía caso omiso a todo ello.

Sentado en su sillón de cuero viejo, con una botella cuya vidriosa superficie reflejaba los últimos destellos diurnos en la mano, aguardaba la llegada de la medianoche. Había aprendido a aborrecer aquella hora funesta con toda su alma, pero se sentía incapaz de coger las llaves y salir de allí. Incapaz de apartar la mirada del televisor.

Había un paquete de pan de molde en la alacena y creía que todavía quedaba algo de queso en la nevera. El pan estaba mohoso la última vez que lo comprobó y, de todas formas, no tenía apetito. Solo podía esperar.

Las horas se perdieron por el fregadero y las franjas anaranjadas que brillaban en la pared se difuminaron hasta desvanecerse por completo. Llegado el momento, levantó su otra mano, en la que sostenía el mando a distancia, y encendió el televisor. La pantalla parpadeó, hiriente, y el estruendo de una ronda de aplausos y silbidos lo recibió con entusiasmo.

—¡Bienvenidos! —exclamó sonriente el presentador de brillante traje azulado —¡Bienvenidos una noche más, damas y caballeros, a…!

—¡La cara de la vergüenza! —corearon los espectadores, prorrumpiendo en otra oleada de aplausos y vítores.

—¡Así es, querido público! Esta noche contamos con una jovencita muy especial. Reciban con un fuerte aplauso a Marina Navarro, ¡adelante, Marina!

Las cortinas que había tras el escenario ondearon cuando una adolescente de mirada risueña y tímida sonrisa apareció frente a las cámaras. Los espectadores recibieron a la invitada con gran fervor. Esta se dejó guiar por el presentador hasta uno de los butacones colocados junto a la mesa de entrevistas, saludando con la mano a los televidentes mientras el rubor cubría sus mejillas.

—Gracias por acompañarnos esta noche, Marina. ¿Puedo llamarte Mar? —preguntó el presentador, de pulcro peinado engominado y amplia sonrisa. Ella asintió con una risilla— Háblanos un poco de ti.

—Bueno… —comenzó la joven con voz entrecortada— Nací en Sepúlveda en el ochenta y uno, estudié en la escuela de María Miñor y luego en el instituto Vicente Marisma, donde empecé el bachiller de ciencias de la salud.

—¿Han oído eso, señoras y señores?, ¡tenemos ante nosotros a una encantadora doctora en ciernes! —alabó el presentador, a lo que el público respondió con una nueva ronda de aplausos— ¿Qué especialidad te gustaría hacer?

—La abuela de mi mejor amiga tenía Alzheimer —comenzó a explicar la chica, obteniendo un lastimero «¡ooooooh!» en respuesta—. En la etapa final, demencia terminal, creo que se llama, ya ni siquiera podía hablar.

—Demencia terminal, señoras y señores. Esta chica sabe de lo que habla —intervino el presentador, asintiendo con aprobación.

—Por eso quería convertirme en neurocirujana e investigar la enfermedad. Por qué aparece en las personas y cómo se puede tratar. Para ayudar a personas como la abuela de mi amiga —concluyó Marina.

—¿Han oído eso, amigos?, ¡por favor, un fuerte aplauso para nuestra joven investigadora!

El público enloqueció, cubriendo de aplausos y vítores a la muchacha. Ella ocultó su acalorado rostro entre las manos, incapaz de disimular su vergüenza.

—Es un verdadero honor tener a una joven tan prometedora en nuestro plató. Lástima que nuestro tiempo haya terminado, ¡estoy seguro de que el mundo ha perdido a una maravillosa doctora! Antes de despedirnos, ¿hay algo que te gustaría decirnos, Mar?

—Hace mucho calor aquí —respondió la jovencita, aún arrobada ante el entusiasta recibimiento del público.

—Ahí lo tienen, señoras y señores, ¡Marina Navarro para todos ustedes! —exclamó el presentador con su amplia sonrisa —Hemos acabado por hoy, pero no se pierdan el próximo programa, pues tendremos a un invitado de lo más prometedor. Y puede que, muy pronto, contemos con la presencia del muy esperado. ¡Adrián Latorre!

El público reavivó sus vítores, despidiendo a la muchacha antes de que el televisor se apagase. En su añejo sillón, él se cubrió los ojos con una mano temblorosa.

Al día siguiente pasó la mayor parte de la mañana en la cama. El insomnio había hecho mella una vez más en él y tan solo había logrado pegar ojo un par de horas tras la salida del sol. Acudió a la licorería de la esquina con la llegada del mediodía, pues se había terminado su reserva de ginebra, y aprovechó para comprar un bocadillo en el economato de enfrente. No le pasó desapercibida la mirada de desaprobación de la cajera. Era consciente de su aspecto desaliñado, le importaba bien poco lo que pudiese opinar. Regresó a su apartamento y dio buena cuenta de una de las botellas que había comprado hasta bien caída la noche. En la cocina, el grifo estropeado marcaba el paso del tiempo con su incesante «tic, tic». Pronto llegaría la medianoche.

El viejo televisor se encendió con un suave crepitar, anegando con el sonido de los aplausos la sala de estar. En el centro del plató, el apuesto presentador de amplia sonrisa saludaba con una reverencia a los telespectadores.

—Queridos amigos, esta noche contamos con la presencia de un invitado muy especial. Por favor, recibamos con un fuerte aplauso a Francisco Peña, ¿dónde?

—En la cara de la vergüenza! —contestaron a viva voz los miembros del público antes de prorrumpir en una nueva oleada de vítores.

De detrás de las cortinas surgió un hombre alto y desgarbado, con el cuello torcido por inclinar la cabeza demasiado y una nariz aguileña que no lograba ensombrecer la amabilidad de su mirada.

—Debo confesar, Francisco, que es un honor para mí tenerte aquí esta noche —lo recibió el presentador, ocupando su asiento tras la mesa—Padre de tres hijos, nada menos, ¿me equivoco?

—No, no, así es —asintió aquel hombre, cuya estatura lo hacía sobresalir considerablemente del respaldo de su butacón.

—Háblanos más de ti, ¿quién es realmente Francisco Peña?

—Pues trabajaba de taquillero en el peaje de la autopista AP-71 y, a menudo, también hacía algunas horas extra como carretillero en un almacén de Astorga.

—¡Dos empleos! Menuda jornada, amigo Francisco.

—Desde que me separé de mi mujer, el cuidado de los niños quedó a mi cargo. Dos sueldos se quedaban cortos —bromeó el invitado, encogiéndose de hombros.

—¡Esto sí que es un padre abnegado!, ¿no es cierto, amigos?

De nuevo, el graderío del público estalló en una salva de vítores y aplausos.

—Tengo curiosidad, Francisco, ¿conocía usted al señor Latorre?

—No directamente, la verdad, pero sí que lo vi a menudo cuando cruzaba el peaje. Y más tarde también, en el almacén. Recuerdo que, en su momento, solo me pareció un curioso perdido. No le di mayor importancia.

—Y ya sabemos cómo termina el asunto, ¿verdad, amigos? ¡¿Qué será ahora de esos pobres niños sin nadie que les cuide?!

Abucheos. El público parecía verdaderamente enojado con aquella historia. Francisco asentía, cabizbajo.

—Y, una vez más, nuestro tiempo ha terminado. Francisco, ha sido un placer.

—Lo mismo digo.

—Y ustedes, amigos, no se vayan muy lejos. En nuestro próximo programa contaremos con un invitado verdaderamente singular. Nos veremos de nuevo mañana a medianoche, ¿dónde?

—¡En la cara de la vergüenza!

El estruendo de los aplausos despidió la imagen del sonriente presentador y del desgarbado Francisco antes de perder la señal.

En la sala de estar él apretó con fuerza la botella, casi vacía. Furioso, la arrojó contra la pared, haciendo que estallase en un centenar de esquirlas. Una de ellas fue a clavarse en su tobillo. Cuando se desprendió de ella, un fino hilillo de sangre salió disparado de la piel como si se tratase de un sifón. La herida expulsaba pequeñas salpicaduras sangrientas al ritmo de sus pulsaciones. Con un gruñido molesto, se levantó y fue a la cocina a por un trapo. Unos minutos más tarde se encontraba sentado a un lado de su abultado colchón, mirando el trapo oscurecido por su sangre.

Al día siguiente no se molestó en salir del apartamento. Permaneció la mayor parte del día sentado en su sillón, aferrado a la última botella de ginebra, con la mirada perdida en la pantalla apagada del televisor. Trató de comer algo, pero apenas quedaba nada en la nevera. A media tarde sufrió un ataque de náusea y tuvo que correr al cuarto de baño, donde acertó a vomitar una mezcolanza de alcohol y bilis en el plato de la ducha. Miró su rostro demacrado en el espejo del armarito. Dentro tan solo había algunos botecitos de plástico vacíos. Hacía mucho que había dejado de ir a buscarlos a la farmacia.

Esa misma noche, tomó asiento frente al televisor y aguardó la hora de su programa. Algo le decía que ese sería el último. Aspiró profundamente y pulsó el botón del mando a distancia, devolviéndole el brillo a la pantalla. La luz mortecina del televisor bañó las paredes de la decrépita sala de estar y el rumor lejano de los aplausos fue cobrando fuerza hasta manifestarse con toda su furia.

—¡Buenas noches, señoras y señores! En el programa anterior les prometí que hoy contaríamos con la presencia de un invitado muy especial —los recibió el presentador con su más brillante sonrisa, alzando los brazos—. Por favor, sin más dilación, demos la bienvenida a Ricardo Santuño a…

—¡La cara de la vergüenza!

Al otro lado del plató, las cortinas ondearon para revelar a un hombre de aproximadamente su misma edad. Un hombre al que conocía muy bien. Ricardo saludó directamente a cámara y estrechó la mano al presentador antes de tomar asiento. Llevaba un parche tapando su ojo izquierdo.

—Bienvenido, Ricardo. Creo que puedo decir, en nombre de todo el equipo, que es un privilegio tenerte hoy con nosotros.

—Lo mismo digo —respondió Ricardo con su voz juvenil, mucho más de lo que su aspecto maltratado podría llevar a sospechar.

—Permíteme una pregunta un tanto personal, si no te importa… ¿es cierto que tú conocías en persona a Adrián Latorre?

—Sí, así es.

Un rumor de suspiros ahogados y cuchicheos invadió las gradas del público.

—¿Podrías explicarnos un poco cómo llegaste a conocerle?

—Éramos amigos de infancia. Lo cierto es que perdimos el contacto hasta hace un par de años, cuando empezamos a trabajar para la misma empresa.

—Fascinante, ¿y qué tal la relación laboral?

—Casi inexistente. No parecía mal tipo, participaba en algunas de las conversaciones con los compañeros y acudió a una o dos de las fiestas. Pero nunca nadie llegó a intimar con él. No le conocíamos de verdad.

—Uno nunca llega a conocer del todo a las personas que le rodean, ¿verdad, amigos? —Esta vez, un murmullo de asentimiento recorrió las gradas del público—¿Y cómo terminó todo?

—Pues mal, como te puedes imaginar —respondió Ricardo, señalándose el parche.

—¡Desde luego!, nada peor que una palabra mal escogida en el peor momento, ¿cierto?

—No recuerdo decirle nada inapropiado en ese momento. Yo estaba ya recogiendo para marcharme, él tenía que entrar en el turno de noche para relevarme. Le pregunté por qué había tardado tanto… puede que le echase en cara que, por su culpa, había tenido que quedarme casi una hora más. Y, cuando levanté la vista…

—Por favor, Ricardo, ¿podríamos verlo?

El invitado se quitó lentamente el parche del ojo y, cuando volvió a mirar a cámara, dejó al descubierto un profundo hueco sanguinolento tras el cual se podían ver las cortinas de detrás del escenario.

Más murmullos tensos entre el público.

—¡Ya lo ven, amigos!, otra marca imborrable de nuestra elusiva estrella. Pero me alegra anunciar que esta noche, muy posiblemente, podremos contar con la presencia del único e irrepetible, ¡Adrián Latorre! —Un alboroto invadió los asientos del público. No parecían ovaciones demasiado amistosas, realmente —¡Adelante, Adrián!, únete al espectáculo, ¡tus espectadores están esperando!

La cámara principal comenzó a girar lentamente, abandonando el escenario para mostrar las gradas que se elevaban detrás. Poco a poco, fue recorriendo las filas ocupadas por decenas de personas. Pudo ver a la joven Marina, apenas reconocible con su cuerpo completamente carbonizado. Muchos otros mostraban heridas fatales aquí y allá. También estaba el hombre larguirucho del peaje, con su largo cuello retorcido en un ángulo grotesco. No recordaba a la mayoría de ellos, pero no le cabía ninguna duda de que estaban allí por él. Los gritos y aplausos habían cesado, todos miraban directamente a cámara, en silencio, mortalmente serios. Cuando la imagen quedó fija de nuevo en la mesa del presentador, este había abandonado su amistosa sonrisa por una mucho más fría.

—Este es tu momento, Adrián, no lo pienses más. ¡Todos te están esperando!

El público comenzó a llamarlo, primero algunos susurros dispersos, luego con mayor fuerza, hasta que todos cantaron con fuerza al unísono.

—¡Retribución!, ¡retribución!

Adrián se levantó del sillón con pasos renqueantes y avanzó hacia el viejo televisor, hacia el gran plató. Un coro de voces lo envolvió como si de un enjambre hambriento se tratase y, con un estampido final, concluyó su último gran espectáculo.

De apasionado de los dinosauros, pasando por docente del mundo natural, a narrador de lo sobrenatural. Ahora embarcado en una gran aventura que alcanza más allá de las fronteras de lo conocido con la saga de El Arca de la Existencia.

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2 comentarios en «Programa de medianoche»

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