Viernes negro

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Viernes negro

Una multitud se agolpaba frente a las grandes puertas acristaladas cuando Elena llegó allí. Hacía meses que en el pueblo habían comenzado a correr rumores de la apertura de aquel nuevo centro comercial, el más grande que jamás había visto en su vida.

Como adolescente de principios del siglo veintiuno criada en una pequeña villa, aquella noticia se había convertido en el evento más esperado de los últimos años, tanto para ella como para todos sus amigos. Cierto que acababa de pasar por una gripe un poco persistente y que todavía seguía algo congestionada, pero no se lo habría perdido por nada del mundo.

Por fin podrían disfrutar de un pedacito de vida urbana moderna. Podría ir de compras con sus amigas, al cine, a la bolera… decenas de planes estupendos que tendrían al alcance de la mano, cerca de casa, sin tener que viajar una hora en el coche de Cristina ni soportar los sermones de sus padres cada vez que volvían de la ciudad tras el anochecer.

−¡Hey, Elena! −saludó una voz entusiasta.

Era Paula, su mejor amiga del instituto. Habían acordado encontrarse allí para la inauguración pero, como siempre, llegaba tarde.

−¡Paula!, ¿menudo llenazo, no?, parece que está aquí todo el pueblo.

−Estoy segura de que sí, hace nada han anunciado un evento de apertura novedoso. Lo llaman el Viernes Negro.

−¿En serio?, un poco tétrico, ¿no crees?

−¿Qué más dará?, tiene pinta de ser lo más. ¡Vamos!, está a punto de empezar.

Juntas avanzaron todo cuanto pudieron entre la multitud. Madres y padres con sus pequeños, ancianas (algunas incluso con sus perros de esponjoso pelaje) y muchos otros chicos y chicas de su edad. Todos ellos expectantes ante la inminente apertura de puertas.

Elena no tardó en percatarse de que no conocía a la gran mayoría de los presentes. Supuso que muchos habrían llegado desde los pueblos vecinos.

Cuando ya no pudieron avanzar más debido a la muchedumbre, se pusieron de puntillas, tratando de divisar la primera línea. Había algunos guardias de seguridad flanqueando la puerta y las vallas metálicas que habían colocado para la ocasión. Sobre sus cabezas, en lo alto de un poste, un megáfono crepitó antes de cobrar vida:

−Buenos días, señoras y señores. Bienvenidos a la inauguración del gran centro comercial Tibasu Meutre. Por favor, presten atención a las normas de conducta durante el evento que se va a celebrar, el Viernes Negro.

Elena escuchó algunos murmullos inquisitivos e impacientes. No muy lejos alcanzó, a ver al viejo señor Mauricio, el dueño del antiguo ultramarinos. Siempre había estado un poco ido de la olla y había puesto el grito en el cielo tras enterarse de la noticia sobre el nuevo centro comercial. A pesar de haberse jubilado casi cinco años atrás, opinaba que aquel comercio era una aberración. Se preguntaba qué estaría haciendo allí, entonces.

Las normas

−Las normas son las que siguen: tras la apertura de las puertas dispondrán de una hora para realizar sus compras al noventa por ciento de descuento en todos los artículos disponibles en cualquiera de las secciones, sin excepción.

Elena se llevó una mano al rostro, extasiada. La gente prorrumpió en un rumor en el que se entremezclaban la sorpresa y el deleite, acompañados de algunos gritos de júbilo y aplausos dispersos de los más entusiastas. A su lado, Paula se colgó de su brazo, soltando un gritito de emoción. Parecía demasiado bueno para ser cierto.

−No existe cantidad límite de artículos por cliente, todos podrán comprar cuanto sean capaces de transportar. Dispondrán para ello de carros de distintas dimensiones proporcionados por el centro.

Más exclamaciones. Elena pudo escuchar una grotesca blasfemia escupida por el viejo Mauricio. Apenas lo entendió, estaba demasiado preocupada por saber cuándo podría entrar. Ya imaginaba la cantidad de cosas nuevas que iba a estrenar. Calculó mentalmente el espacio que tenía disponible en la habitación.

−No hay existencias disponibles en almacén ni pueden realizarse encargos. Todos los artículos se encuentran expuestos en las estanterías y, finalizada la hora, concluirá la promoción inaugural.

De nuevo murmullos, esta vez un poco más inquietos. Pese a las dimensiones del centro comercial, era evidente que allí se había reunido mucha más gente de la que cabría esperar. Era lógico suponer que los mejores productos, como los televisores de alta gama, los electrodomésticos más modernos y los vestidos más caros, desaparecerían en cuestión de minutos.

−Se va a proceder a la apertura de puertas y, con ello, dará comienzo la cuenta atrás. ¡Felices compras!

Los guardias retiraron las vallas y la doble puerta deslizante se hizo a un lado para dejar entrar a la multitud, que fue filtrándose al interior como una infección a través de una herida abierta.

Cuando por fin atravesaron el umbral, Elena miró a su alrededor, extasiada. Pasillos amplios flanqueados por decenas de escaparates bien iluminados. Carteles y zonas de recreo por doquier. Podía escuchar una suave musiquilla relajante y en el aire, aunque apenas lograba captarla por culpa de su congestión, flotaba una fragancia un tanto peculiar, pero agradable.

Todo estaba diseñado para imbuir los cinco sentidos de una sensación de placer y euforia. A su lado, Elena la tomó del brazo y tiró de ella hacia la tienda de ropa más cercana.

−Debemos darnos prisa, ¡hay mucho que comprar! −exclamó llena de júbilo.

Juntas, recorrieron los pasillos, eludiendo a un sinfín de otros compradores que corrían de acá para allá probándose modelitos y comparando tallas. Poco a poco, fueron llenando la pequeña cesta con ruedines, que se habían procurado a la entrada, con fabulosos modelos que estrenarían durante las próximas semanas.

−¡Oh!, tenemos que ir a la sección de electrónica. Quiero encontrar un teléfono nuevo −propuso Elena.

−Ve tirando tú, ¿quieres? Yo quiero echar un ojo en la zona de lencería primero. Mañana voy a celebrar el primer mes con Miguel −respondió Paula guiñándole un ojo.

−Te cogeré uno también −dijo ella, devolviéndole el guiño antes de dirigirse de vuelta al pasillo.

El viejo Mauricio

Antes de abandonar la tienda, alcanzó a ver cómo una chica pelirroja a la que creía recordar de su instituto se acercaba a Paula, preguntándole algo sobre uno de los vestidos que tenía en la cesta. Su amiga se encogía de hombros, cosa que no pareció hacerle mucha gracia a la otra. No podía perder el tiempo, tenía que ir rápido si quería conseguir un par de buenos móviles. Cuando miró su reloj comprobó, alarmada que ya habían pasado casi veinticinco minutos. ¡Habían tardado demasiado probándose ropa!

Rauda, voló por los pasillos, dejándose guiar por uno de los múltiples mapas que colgaban de los paneles informativos. Al pasar frente a la sección de bricolaje casi se dio de bruces en el suelo cuando un hombre fornido cayó hacia atrás, empujado por otro tipo. Era el viejo loco Mauricio, quien amenazaba a aquel señor con una llave inglesa.

−Necesito esa pulidora para arreglarme los muebles ¡y es la última! −berreaba el viejo Mauricio.

−Haber sido más rápido, abuelo −replicó el otro sin ninguna educación.

−Asqueroso hijo de perra, ¡no se te ocurra tomarme el pelo!

−¡Déjeme en paz de una vez, tarado! −espetó el desconocido, empujando al viejo Mauricio, quien cayó al suelo, derribando una de las estanterías.

Elena, que se había detenido en seco ante la escena, al igual que algún que otro curioso, hizo ademán de acercarse. Cierto que Mauricio no gozaba de buena reputación en el pueblo, pero aquella no era forma de tratarle.

De repente, se detuvo en seco al ver cómo el anciano sacaba del interior de su chaqueta raída un enorme revólver de tiempos de la guerra civil. Todos sabían que el viejo andaba algo mal de la cabeza y que tenía un humor de perros, pero eso no impidió que se le escapase un suspiro ahogado.

−¿Te crees muy valiente, cacho mierda? −gruñó el anciano.

El otro se quedó petrificado, aunque no hizo gesto de entregar la caja por la que habían comenzado la disputa.

−¡Vas a dejar esa pulidora en el suelo y vas a salir cagando leches!, ¿Estamos?

−Que te jodan −gruñó el otro para sorpresa de Elena.

Caos

De repente, un estampido extinguió momentáneamente el hilo musical del centro comercial, haciendo que varios de los presentes se cubriesen los oídos o se tirasen al suelo. El hombre de la pulidora cayó hacia atrás como un peso muerto y el viejo se arrastró jadeante hacia la caja que había rodado por el suelo.

Aquello pareció desencadenar la reacción de todos los demás clientes de la tienda, quienes comenzaron a arrasar con las estanterías antes de salir volando de allí. Elena, aún enmudecida por lo que acababa de presenciar, aún permaneció inmóvil el tiempo suficiente para ver cómo ese viejo loco se abrazaba a la caja, emitiendo una risilla febril que la trastornó un poco.

En las tiendas vecinas, algunos de los clientes se asomaron para comprobar qué había sucedido. Los más temerarios, incluso se atrevieron a acercarse un poco, pero no apareció ningún guardia ni nadie se decidió a socorrer a aquel hombre. Probablemente todos se hubiesen percatado ya de que era un cadáver lo que reposaba en el suelo con media cabeza arrancada.

Destrucción

Un instinto primario refulgió en las profundidades de su mente y Helena salió corriendo en la dirección que había seguido en un principio. Ya se había olvidado de los móviles, solo quería alejarse todo lo posible de aquel lunático armado.

Sintió un sudor frío recorriéndole la espalda mientras el aire inundaba sus pulmones con una mezcla de fragancia exótica y dolor ardiente. Se apresuró a aventurarse entre los corredores abarrotados de una juguetería. Allí la gente continuaba con sus compras, ajena a lo ocurrido a escasos metros de distancia. Dudaba que ni siquiera la música de megafonía hubiese podido enmascarar la brusca detonación del revólver. Pero todos zumbaban de un lado para otro, como abejas frenéticas polinizando un vasto campo.

Muchas de las estanterías habían quedado vacías, sobre todo en la zona de videojuegos. Muchas cajas habían caído, rompiéndose y esparciendo su contenido por el suelo. Un grupo de chavales, no mucho menores que ella, gritaban eufóricos mientras jugaban con escopetas de bolas de plástico. Elena continuó caminando a paso ligero.

En el corredor contiguo, un niño de unos seis años lloraba desconsolado. No se veía a su madre por ningún lado. Elena, aún aturdida, se sacudió la cabeza y se dirigió hacia él para llevarlo a algún puesto de información. De repente, dos de los chicos que jugaban con las armas de plástico se arrojaron contra la estantería en su forcejeo, haciendo que esta perdiese el equilibrio y se precipitase sobre el chiquillo. Ella solo pudo ver, sin tiempo a reaccionar, cómo una infinidad de cajas y metal se desplomaban sobre la frágil figura del niño.

En un par de segundos había desaparecido y su llanto se había apagado del todo, reemplazado por los gruñidos de aquellos salvajes, cuyo juego parecía haber trascendido a una verdadera batalla campal. Elena retrocedió, aturdida. Le daba la sensación de que la música ambiental sonaba ahora con un ritmo más acelerado y que el ambientador que usaban, dulzón y penetrante aún a pesar de su nariz taponada, comenzaba a causarle jaqueca.

Un nuevo gruñido salvaje la hizo volver en sí, cuando dos padres se enzarzaron en otra pelea por una de las nuevas consolas de videojuegos que habían salido ese año. Elena abandonó la tienda, asustada frente a la locura que parecía haber contagiado a su clientela.

Abrumada, comprobó que las peleas se habían extendido por todo el centro comercial. Por allá, un hombre y una mujer se disputaban un juego de sábanas de marca con uñas y dientes; no muy lejos, otro tipo entrado en años estrangulaba a un estudiante de bachillerato por haber intentado quitarle algo de equipamiento deportivo y, no muy lejos, unas ancianas trataban de sacarse los ojos mutuamente para intentar acumular discos de vinilo con los éxitos de su época.

Cristina

Súbitamente, un alarido se alzó por encima del resto en el piso de arriba. Cuando alzó la vista, descubrió a dos chicas tirándose salvajemente de los pelos. Reconoció a una de ellas como Cristina, la chica que solía hacerles de chófer en sus viajes a la ciudad. Ella era la mayor del grupo y había conseguido el carnet a principios de año.

Elena contempló, horrorizada, cómo la otra chica le asestaba un fuerte golpe en la sien con lo que parecía un secador de pelo. Cristina cayó hacia atrás por encima de la barandilla, profiriendo un alarido escalofriante. En el último segundo, logró aferrarse al bordillo, pero la otra chica se agachó y se afanó en machacarle los dedos con el secador de pelo hasta que, con un chillido penetrante final, Cristina se precipitó hasta estamparse contra las losas pulidas a escasos metros de ella.

Elena se giró, incapaz de asumir lo que acababa de ver. La cabeza le daba vueltas y sentía unas ganas locas de vomitar. Tenía que salir de allí.

Mientras tanto, a su alrededor, todo el mundo había perdido el juicio. La sangre comenzaba a manchar las paredes y los bramidos bestiales inundaban el aire por encima del hilo musical, ahora frenético. A sus pies, un cuchillo de alta cocina, enorme y afilado, se deslizó por el suelo. Cuando giró la cabeza a un lado, como dormida, vio al dueño de uno de los bares del pueblo ensartando repetidas veces con un enorme tenedor de trinchar para las barbacoas a otro individuo.

−¿Sabes que toca este fin de semana en el menú?, ¡¿lo sabes, cabronazo?!

Elena siguió su camino, rodeada de locura y masacre. De repente, una mano se posó en su hombro. Ella gritó, sobresaltada, y se alejó instintivamente. Era Paula, quien la miraba sonriente y extrañada por su reacción.

Huida

−Hey, Elena, ¿has conseguido pillar los móviles? −preguntó con total tranquilidad, como si no se diese cuenta de lo que estaba sucediendo− Hay que darse prisa, ¡solo quedan diez minutos!

Elena bajó la mirada hacia la mano de su amiga. Estaba cubierta de sangre y había algunos pelos pelirrojos pegados en sus dedos. ¿Era carne lo que tenía bajo las uñas? Sin mediar palabra, comenzó a correr en dirección a la salida.

−¿Elena?, Elena, ¡vuelve! −gritaba a su espalda Paula. Había un deje de histeria en su voz− ¿Quieres quedártelos para ti, verdad?, ¡no piensas darme ninguno de los móviles!

Elena apretó el paso, sabiendo que su amiga corría tras ella. De repente, un estampido detonó a su espalda y una esquirla del suelo enlosado saltó a medio metro de ella. Cuando giró la cabeza, pudo ver que su amiga sostenía el enorme revólver antediluviano del viejo Mauricio.

−¡Dame el móvil, zorra! −gritó su amiga, abriendo fuego de nuevo.

Esta vez Elena pudo sentir el zumbido del proyectil junto a su oído. Ella se giró, corriendo todo cuanto podía. Solo podía pensar en el amasijo de huesos astillados, carne y sangre en que esa arma había convertido la cabeza del hombre muerto. Dos nuevos disparos sesgaron el aire en torno a ella. El segundo logró abrir una fea herida en su muslo izquierdo, tirándola al suelo.

−¡No! −gimoteó Elena, dolorida y asustada.

Paula se acercaba a ella con la pistola en ristre y el carrito de la ropa (ahora impregnada de sangre) firmemente aferrado en la otra mano.

−No debiste ser una zorra egoísta −le recriminó Paula. Su cara había quedado desfigurada por una mueca demencial− ¡Ahora me quedaré con los vestidos y con los teléfonos!

Fin del camino

En ese instante, el sistema de megafonía crepitó sobre sus cabezas y la voz de la mujer inundó los pasillos, reemplazando el hilo musical:

−Ha concluido el Viernes Negro. Todos aquellos compradores que no hayan pasado por caja no podrán aprovechar el descuento de la promoción.

−¡¿Qué?! −rugió Paula, alzando su mirada trastornada al cielo− ¡No, joder, no es justo! No, no, no, no, no, no, no, ¡No!

Elena contempló, paralizada, cómo su amiga se llevaba el cañón a la sien y apretaba el gatillo. Su cuerpo sin vida se desplomó a sus pies con la última bala del tambor.

Todo estaba en silencio ahora.

Nadie parecía moverse ya por los pasillos del centro comercial. En lo alto, el sistema de megafonía crepitó una última vez y la voz de la mujer le habló:

−Ha concluido el Viernes Negro. Por favor, saluda a la cámara, estamos en directo. Eres la última concursante en pie. Enhorabuena.

Viernes negro

Elena alzó una mirada vacía hacia una de las cámaras de seguridad que poblaban los pasillos. Esta parecía observarla fijamente, atestiguando cada mínimo gesto o movimiento.

Ella permaneció allí tirada, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta, forzada su respiración por la congestión y la angustia. Entre aquellas paredes ya no se movía un alma y, en las alturas, un hilo musical lo inundó todo, despidiendo el gran evento del año.

De apasionado de los dinosauros, pasando por docente del mundo natural, a narrador de lo sobrenatural. Ahora embarcado en una gran aventura que alcanza más allá de las fronteras de lo conocido con la saga de El Arca de la Existencia.

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