Villa del Libro 2/3 || Urueña

En esta segunda parte de nuestra trilogía de Urueña, llegamos por fin a la Villa del Libro y te traemos una pequeña crónica de nuestros días allí.
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Tiempo de lectura: 5-10 min

Llegando a La Villa del Libro

Una vez abandonado Benavente (véase post anterior) volvimos al coche, a disfrutar nuevamente de kilómetros y kilómetros de estepa dorada al sol… Sí, volví a dormirme y no me enteré de nada del camino hasta llegar a Urueña. La Villa del Libro.

Cuando estábamos llegando, Goran me despertó y pude divisar a lo lejos, sobre una montaña (la única elevación del terreno en muchos miles de metros a la redonda) una pequeña fortaleza, con su murallita y sus cositas. Y, al pie del camino que conducía hasta allí, un cartel de carretera que nos indicaba que habíamos llegado a nuestro destino.

Tras las fotos de rigor, avanzamos hacia la entrada y nos encontramos con un cartel de unos cuantos metros, por si no nos había quedado claro dónde estábamos. ¿Cómo se llama el pueblo? Eso se te puede olvidar. Pero no que estás (repite conmigo) en la Villa del Libro.

Al aparcar, lo primero que llamó nuestra atención fue un cubito de piedra muy mono, con la inscripción que ves en la fotografía en su parte frontal y un plano de metal, en tres dimensiones, de la propia ciudad, que nos gustó un montón.

Como en casa

En el corto trayecto desde la entrada hasta la casa rural en la que nos hospedábamos, mis ojos comenzaron a mirar a un lado y a otro, descubriendo detalles por doquier que me aceleraban el pulso y me llenaban de ganas de recorrerme las calles de Urueña lo antes posible (a pesar del calor abrasador que nos invadía a las dos de la tarde, que fue cuando llegamos).

Como puedes ver, la habitación era preciosa y, yo no sé si era el feng-shui o lo qué, pero daba igual lo tremendamente energética que estuviese antes de entrar. Cada vez que llegaba a la habitación, automáticamente me relajaba y me entraba sueño. La primera vez que duermo a gusto fuera de casa, de verdad.

Aprovecho este momento para hablar de dicha casa rural “Pozolico“. Desde que entramos por sus puertas nos sentimos como en casa. A pesar de estar en el único día de vacaciones que se habían cogido en el último año debido a la pandemia, su dueño fue muy amable con nosotros y servicial a más no poder. Si repetimos (que lo haremos) seguramente volveremos por allí.

Un viaje en el tiempo

Al llegar a una hora un poco complicada, no nos dio tiempo a comer en el restaurante que había, pero no fue un problema, pues nos habíamos llevado nuestros Jimmy Joy y salvamos el bache. Tras un ratito de descanso, nos pusimos en marcha a explorar la ciudad. Caminar por esas calles era transportarse en el tiempo a una época más sencilla, en la que los edificios no te tapaban la vista, una muralla te hacía sentir protegido (curioso, siempre creí que me sentiría encerrada en un sitio así) y donde las calles no estaban siempre abarrotadas.

Nuestro amigo el gato

Una de las cosas más bonitas que ocurrieron allí fue el encontrarnos con un lugar que convive con la naturaleza. Abejas, pájaros y todo tipo de animales viven allí tranquilos, en comunión con las personas, sin sentirse amenazados y, por lo tanto, sin que tú necesites sentirte amenazado lo más mínimo. (Te lo dice alguien que se paraliza cuando ve una abeja).

Uno de esos animalejos fue él, al que llamaremos Rayitas porque soy así de original. Estábamos observando una de las puertas de la muralla y se nos acercó maullando (en busca de uno de las decenas de pájaros que había en los árboles, seguramente), se restregó por mis tobillos y me enamoró. Espero volver a verlo algún día…

Una cena "a la gallega"

La primera cena la tomamos a base de “raciones” que nos sirvieron tanto para llenar el buche como para sentirnos genial pues, por una cantidad ridícula de dinero, en el centro social tomamos todo eso que puedes ver en las imágenes a continuación y nos vino genial tras un día de pateo bajo el sol y cargaditos de libros como íbamos. 

Una comida...

Como te he dicho, el primer día no pudimos comer en el restaurante, pero sí disfrutamos de un buen “espectáculo” pues cuando llegamos allí, tras estar un buen rato esperando, nos confirmaron que no había sitio, pero primeramente tuvimos que aguantar una discusión de muy mal gusto entre un cliente y el que supusimos que era el dueño, en la que había niños presentes y el susodicho no estaba siendo, precisamente, profesional. 

Al día siguiente, como somos “masocas” decidimos ir y reservar mesa (también es cierto que era el único restaurante disponible) y lo cierto es que no salimos descontentos. Queremos resaltar, especialmente, la labor del camarero que se encargaba, él solo, de todo el comedor (unas veinte mesas aproximadamente), contestar llamadas, anotar comandas, servirlas y cobrar.

Una cena de ensueño

Tengo que decirte, ahora que me lees, que esos días no sólo sirvieron para trabajar y traer un montón de material para la web, también disfrutamos de dos dáis de vacaciones inolvidables. Hacía diez años que no disfrutábamos de tiempo a solas, para frenar (al menos un poco), ir a nuestro ritmo y disfrutar, simplemente, de las vistas. El último día, el dueño del hotel nos recomendó una idea que tuvo un matrimonio cliente suyo: un bocata y el atardecer sobre la muralla. Como puedes ver, aceptamos y fue el mejor final para un viaje que recordaremos siempre con mucho cariño.

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